Un sueño es aquello que tienes como meta en la vida de una manera utópica.
- Hay sueños muy improbables, como ser planificadora turística de éxito y dar conferencias sobre sostenibilidad alrededor del mundo.
- Hay sueños treméndamente fatibles, como adoptar un perro mayor y darle la mejor vida posible.
- Pero también hay sueños que pueden convertirse en pesadillas a pesar de que, con el tiempo, intentes recordar sólo lo bueno.
En Grecia, mi sueño de ser voluntaria y aportar un granito de arena para mejorar el mundo se hizo añicos y cometí uno de mis mayores errores, aunque también sentí uno de los mayores fracasos de la humanidad en mis propias carnes. Esta experiencia me enseñó que no todo el mundo vale para aquello que sueña, y que el concepto de voluntario tiene una línea muy fina que no debes cruzar, a pesar de que, tanto ser migrante como ser voluntario, son situaciones temporales en la vida de una persona: no la identifican, no la caracterizan, es el verbo estar y no el verbo ser.
A pesar del dolor y la tristeza, como he dicho, hay sueños que se cumplen y te ayudan a crecer como persona de una manera positiva. A mis 18 años decidí irme a estudiar filosofía a Madrid y entré a formar parte de un mundo llamado Jonny. Para mí, Madrid es eso: las personas que allí conocí y cómo era Paula en aquella época. Es por ello que, cuando me vi en la obligación de ayudar a una amiga, de ser su apoyo y sacarla del fango donde otra persona la había metido, también supuso un ejercicio de reflexión y una decisión que nos cambió a ambas.
Vivimos encima de una discoteca para osos en un barrio gentrificado donde ya sólo existe el consumismo y, tras unos meses, encontramos nuestro hogar en un piso en el barrio de Lavapies, nuestro hogar durante tres años, tres maravillosos años que siempre recordaré gracias a ella.
Recorrí Madrid subida en un autobús rojo. Conocí a miles de personas de todos los puntos del mundo, cada una con su historia y su carácter. Encontré a mi persona, un tenedor tallado a mano en Tailandia, que la peor empresa de Recursos Humanos de España puso en mi camino y espero que nada ni nadie, ni siquiera nosotras, pueda sacarla de él. Mi cama se llenó de extraños, que luego se convirtieron en amigos, y que me ayudaron en mi viaje por el conocimiento interior (y exterior). Me enamoré. Me desenamoré. Lloré, reí y bailé, sola y acompañada. Escuché canciones que me hicieron sentir única entre la multitud y me reencontré con compañeros de vida que hoy son padres, amigos, hermanos.
Y llegó el coronavirus, el COVID-19, y nos quitaron la libertad. Durante esos 3 meses de incertidumbre, de agotamiento mental, de ladridos incesantes, de vecinos y cotilleos, de mañanas al sol y noches a la sombra con cerveza o vino…. Frida fue la culpable de que precisamente esa llamada nueva normalidad se convirtiera en un tiempo de estudio, de conocimiento y de reflexión. Ella me enseñó (y me enseña) que la paciencia tiene diversos significados pero que cuando la pierdes no sólo te afecta a ti. Mi tiempo en la ciudad terminó en el momento en que recibí la llamada más grosera y maleducada que había recibido nunca, lo que supuso un refuerzo en mi idea de vivir en un pueblo, en uno de esos que mal llaman la España Vaciada.
El 4 julio del 2020 llegué a lo que siempre he conocido como mi pueblo, donde siempre me consideré una forastera, que es como nos llaman los que sí nacieron y viven aquí. La España Vaciada no es otra que un grupo de personas que intentan salir adelante en su día a día a pesar de duros trabajos de sol a sol, de ser el culo del mundo, o de haber estudiado 5 carreras, saberse la Constitución entera y aún así quitar malas hierbas. Gente que ha decidido, por un motivo u por otro, quedarse. Porque quedarse aquí, no es lo mismo que quedarse allí: no hay cine si no te lo organizas tú, no hay exposiciones de fotógrafos reconocidos mundialmente, no hay restaurantes con estrella michelín ni conciertos en cada esquina. Pero hay tranquilidad, hay silencio, hay conocidos y saludos, hay campo, hay cooperación, y hay cuidados, muchos cuidados.
Estoy aprendiendo del campo, de la gente que lleva toda su vida en él. Escucho posturas diferentes a la mía, y escuchando a gente que piensa exáctamente como yo. Me siento sola. Y acompañada. Camino, fotografío, escribo, estudio, cocino, cuido, lavo, planto, riego, hablo… hablo mucho. He encontrado el lugar perfecto para un festival y el lugar perfecto para sentarme a respirar. Porque me había olvidado del silencio, el silencio que te obliga a estar contigo misma, el silencio que te inspira a mirar cada detalle de la vida.
Como dice Carmen: “vivamos el día a día, y cuando se nos haga muy duro, pasemos al segundo a segundo. Poco a poco, verás que la semana ha pasado, el mes, el año y tu esfuerzo se verá recompensado de una manera u otra.”
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